Hoy se cumple una década de la muerte, a los 32 años, del 'Chava'
Jiménez, el ciclista más popular en una época en la que el ciclismo aún
gozaba de buena reputación
Cuando llegó la asistencia del Samur ya no había nada que hacer. El
corazón de un hombre de 32 años había dejado de funcionar. En alguna
parte del destino estaba escrito que José María 'Chava' Jiménez (El
Barraco, 1971) tenía que morir así encerrado, ocultado del mundo,
demasiado joven y con un aspecto deformado, próximo a los 120 kilos para
un hombre como él, que en su época de competición no superaba los 70. Fue el precio que pagó su cuerpo, destrozado por los abusos,
aquella noche del 6 de diciembre de hace 10 años en la que, según
relató Azucena, su esposa, el corazón del Chava se rindió mientras
enseñaba unas fotografías a sus compañeros en la clínica psiquiátrica
San Miguel de la calle Arturo Soria.
Un destino triste para un
hombre que, en la intimidad, todavía conservaba aquellos ataques de
genio que David Navas difícilmente olvidará. Una semana antes de morir
Chava le llamó, desde la clínica, con esa energía vital de los buenos
tiempos y entre las cosas que le dijo, contadas en un maravilloso
reportaje escrito por el periodista Carlos Arribas, fue que tenía ganas
de volver a ser el de antes y que le preguntase "a José Miguel si hay
algo en el futuro, que quiero volver".
José Miguel era José Miguel Echavarri,
ese hombre de carácter filosófico, el líder espiritual de aquel Banesto
que antes fue Reynolds y que, en toda su vida en el ciclismo, jamás
conoció a un corredor como Chava Jiménez. "Era algo más que un ciclista, era un genio".
Quizá por eso el Chava fue un tipo tan populista, un hombre que
siempre dio más importancia a sus sensaciones que a su biografía. Nunca
ganó una gran vuelta y tampoco opositó a ellas. No sintió esa tentación
ni esa necesidad. Ni siquiera en aquella Vuelta a España del 98 en la que ganó cinco etapas y pareció el mejor del mundo.
Pero
la ventaja de Chava es que nunca, ni siquiera el día de su muerte, se
arrepintió de su carácter absolutamente impulsivo. Tuvo la ventaja de
que el mundo le aceptó tal y como era y nunca le reclamó lo que no ganó.
Todo eso se demostró en sus contratos con Banesto, que en aquella época superaron los 750.000 euros anuales,
incluso, una vez que se puso de baja y ya no volvió más. Fue la peor
parte del Chava, alejado de la finca que se compró en Pedro Bernardo
(Ávila) o de ese BMW M3 que se compró nada más verlo en el escaparate.
Fue, en definitiva, lo que nadie vio, lo que apenas se podía contar en
la prensa y que, a lo sumo, se justificaba con una depresión o con las
órdenes por parte de su psiquiatra de que "el Chava no cogiese el
teléfono a nadie para que no se pusiese nervioso", y quizá fue mejor
así.
Aquellos inviernos del 'Chava'
Fue, en realidad, un
gran ciclista, capaz de ganar tres etapas en la última Vuelta que corrió
un año antes de morir. Capaz, incluso, de representar a una generación,
dejó para siempre la duda de si podía haber sido el mejor. Pero ese fue
parte del patrimonio del Chava, un ciclista que tampoco fue un esclavo
de su orgullo. Un escalador grandioso, incorregible en su única debilidad, la contrarreloj,
por la que no aceptó sacrificarse en los inviernos. Al contrario: los
inviernos del Chava se hicieron legendarios por sus abusos y sólo
contrarrestados por aquellas místicas facultades suyas ("como tengo
tanta fuerza en las piernas, a los 15 días ya estoy en forma") que ni
siquiera una leyenda como Miguel Indurain sabía cómo clasificar: "Cuando iba bien, iba excesivamente bien; cuando iba mal pocos lo hacían peor".
En
realidad, el Chava fue un personaje, un corredor por encima de la
media, en una época en la que el ciclismo todavía gozaba de buena
reputación. España necesitaba un sucesor para los tiempos de Perico e
Indurain y los que mejores clasificaciones obtenían en las grandes
vueltas, como Olano o Beloki, carecieron de esa simpatía que le sobraba a
José María Jiménez. A los ojos del público, Chava representaba lo bueno y lo malo,
capaz de decir lo que sentía ("el dinero ya no me hace ilusión"), y
hasta de anunciar, sin querer, el trágico destino que le vio morir hace
diez años ocultado en una clínica de desintoxicación. "Cuando estoy
bien creo que soy el mejor del mundo, pero cuando me duele una muela
creo que me estoy muriendo".
Precisamente, la última noche antes
de morir, en la última conversación por teléfono con su mujer y su
madre, Chava se quejó de que le dolía una muela. Pero ese dolor ya no
tuvo solución. El destino no tuvo más oportunidades para él. Tenía
edad, pero le faltó lo primordial: el tiempo. Desde entonces, desde el 6
de diciembre de 2003, han pasado diez años íntegros, en los que el recuerdo de José María Jiménez permanece intocable tal y como era,
tal y como fue. Quizá sea el mejor y acaso el único homenaje que merece
él y su alocada manera de vivir que Antonia, su madre, retrató el 6 de
diciembre de 2003, el día de su entierro. "Mi hijo ha muerto como
vivió, al ataque y de repente".
Hoy, Chava todavía sería un
hombre joven, tendría 42 años, la misma edad con la que Chris Horner ha
ganado la última Vuelta a España, pero hay una diferencia. Chava, como
Elvis Presley en el rock, nació para triunfar, no para perdurar. Por eso
siempre será un recuerdo a su medida, incapaz de envejecer, apto,
incluso, de excitar la curiosidad de las nuevas generaciones, porque fue
algo más que un ciclista. Fue un mito.
http://www.publico.es/deportes/487157/diez-anos-sin-un-genio-de-la-bicicleta
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